miércoles, 26 de mayo de 2010

CAPÍTULO XIV


“No quiero que me recuerden
en nada que sea penoso,
la vida es una tremenda
esperanza abierta frente a los ojos.
Recuérdenme en esa nana
que siempre sonaba a poco.
Recuérdenme en las caricias
y en los enojos, y en los enojos
La vida es tan bella, hijitos,
que hablar de la muerte es tonto.
Recuérdenme en la alegría
con que vivimos después de todo."
(21)


Es verdad que un libro que abusa de reflejar testimonios de otras personas, por muy allegadas que sean al personaje que lo inspira, suele ser objeto de crítica. En este caso en particular, despreciar ciertos relatos por considerarlos excesivos, puede juzgarse casi tanto o más objetable que lo anterior.
Muchas de las narraciones de los hijos de Lolita, apuntan sin ninguna duda, a presentar un bosquejo casi exacto de cómo era Lolita como mujer, como madre y como artista. Algunas de esas vivencias están referidas desde la misma admiración que por ella han sentido, algunas desde lo simpático o gracioso, otras desde la crítica, muchas desde el dolor. Y todas, absolutamente todas, desde el amor. Esas referencias, esos recuerdos que sus cinco hijos recobraron del pasado, aparecen permanentemente en este libro, mezclándose dentro de la vida misma de Lolita, en el tiempo y forma en que sucedieron. Sin embargo, como una síntesis de todo lo que han vivido, como un espejo en el que puede recuperarse la imagen de un ser amado, resulta conveniente además de interesante dedicar un capítulo, exclusivamente, a enlazar las íntimas voces de las personas que Lolita Torres más amó en la vida.
De Santiago: “Mamá tenía una luz muy especial. La verdad es que yo soy muy fanático suyo y, en la medida de lo posible, lo soy en forma objetiva. Siempre me gustó la música, desde muy chico. Escucho desde The Beatles hasta Charly García, pasando por Los Ratones Paranoicos, Los Redonditos de Ricota y todo lo demás. Yo escucho. Y sinceramente a mí me parece que mamá y Gardel son algo especial. En la búsqueda de la objetividad, comprendí que un artista realmente llega al último peldaño de su carrera cuando trasciende su cultura, su idioma, sus formas y costumbres, que es lo que hizo Gardel con el tango en el mundo, principalmente en Francia, y lo que hizo mamá con nuestras canciones populares y con sus películas en Rusia: trascender la barrera del idioma. Y esto se da sólo en algunos cantantes, cuando tienen una característica poco común en la mayoría, que es que se entienda todo: el punto, la coma y los puntos suspensivos. Por eso, siento una profunda admiración por mi madre como artista por un lado, un profundo respeto y admiración por mi madre como madre por otro lado y, como si fuera poco, también como ser humano, y par de sus pares, porque no es tan sencillo que, en un ambiente tan asqueroso, de tanta envidia, tanto celos, como lo es el ambiente artístico, los pares tengan admiración y respeto por uno. Y eso también ha pasado y pasa con mamá. Hace poco se me acercó Susana Rinaldi y me dijo ‘Yo tenia veinte años, tu mamá algunos más. Yo estaba ahí, naciendo artísticamente, tu madre era una figura consagrada. Lo primero que pensé fue que iba a meterme el codo. Sin embargo no fue así. Me ayudó en todo momento.’ Era común que cada vez que venía un artista ruso a Argentina, sea del Circo de Moscú, Maya Plisetskaya, Baryshnikov o Nureyev, pasaran por casa o llamaran o, en muchos casos, que fuera mamá quien iba a la Embajada de Rusia porque era convocada. Cuando yo era chico, y hasta en mi adolescencia, siempre recibía regalos por mi cumpleaños de sus admiradores rusos, desde chocolates hasta una radio gigante, lindísima, que la tuve hasta hace poco”.
“Me acuerdo de una vez cuando, recién llegado a New York, mamá vino a visitarme por primera vez y convinimos en ir al Museo Metropolitano para ver una muestra de Picasso. Al salir, cuando bajamos la escalinata, había un grupo de unas quince personas que la reconocieron y la pararon para saludarla, sacarse fotos y pedir autógrafos. Yo me quedé un poco relegado, mirando la escena desde afuera, tomando cierta distancia del hecho. Recuerdo que hacía un frío mortal, mamá con tapado de piel, pleno invierno, diez grados bajo cero, nevando, y de fondo, a través de los cristales, las grandes limousines, el Empire State y la Quinta Avenida. Yo observaba a mamá en medio de ese marco tan especial, la escalinata, las columnas enormes, rodeada de gente, sacándose fotos y firmando. Luego se sumaron más personas porque los que pasaban por ahí, y no sabían de qué se trataba, al ver flashes se acercaban a curiosear. O sea que se armó un desbande terrible que me obligaba a irme cada vez más atrás. Todo ese contexto en el que estaba envuelta me tenía fascinado. Le hice un gesto como diciendo ‘te espero debajo de la escalera, cuando termine este despelote’. Y ella me hizo otro gesto como diciendo ‘esperá, que ya bajo’. En ese momento, en medio del asombro, me decía a mí mismo: ‘qué increíble, está en la capital del mundo, en la avenida más importante, en el museo más grande, firmando autógrafos y fotografiándose. Qué maravilla esta fama que tiene’. Entonces bajó la escalera y me dijo ‘bueno, vamos’. Yo, deslumbrado, le digo ‘sí, vamos mamá, pero qué increíble lo que se armó ahí’. Y ella, como algo tan natural ‘ah, sí, ¿viste? y ¿dónde vamos a tomar el café?’. Yo no entendía nada, no comprendía que esta mujer no se agrandara, que no dijera cosas sobre su fama. La seguía picando a ver si reaccionaba, pero ella, nada. Entonces, incrédulo, le dije ‘Pero mamá, ¿te das cuenta? estamos en la Quinta Avenida, la gente te reconoció, te pidió autógrafos, y vos lo más tranquila’. Entonces ella, con mucha naturalidad, me explicaba que eran argentinos y que además una señora de Cuba que la vio cuando fue a cantar a aquel país también la reconoció, y me daba toda la explicación lógica de por qué se había producido ese hecho. Yo sentía que no podía ser así, que esta mujer no podía ser tan modesta, sobre todo con esa euforia que yo tenía a los veintiséis años, al estar en New York, y que si hubiera sido yo quien firmaba un autógrafo en la Quinta Avenida no saludaba más ni a mi sombra, no entraba en el espejo. A mí, esas cosas de mi madre ‘me rompían la cabeza’. Luego de analizarlo en reiteradas ocasiones, comprendí que mamá era así, básicamente, porque estaba muy segura de sí misma en todos los ámbitos de la vida; segura como mujer, como madre y como artista. Y cuando uno está confiado en uno mismo, cuando se sabe claramente qué rol vino a desempeñarse en este mundo, cuando uno jamás se mintió y vive la realidad de lo que es, se gana una seguridad interior muy importante, que es lo que ella tenía y generaba. Era una mujer íntegra y lo sabía, no andaba por la vida dudando. Su prioridad era la familia, pero en ella esto era un principio básico de profunda convicción. Cumplió su misión, lo que se había propuesto desde el vamos. Eso le aportaba seguridad en todos los aspectos. Sabía adonde iba”.
Orestes Katorosz es un amigo mío, personaje muy particular, que estaba trabajando en Associated Press, la agencia de Estados Unidos. Él era periodista y mandaba material a Canal 13, de Argentina, sobre cosas que sucedían en Nueva York. Yo, que recién había llegado, le hacía de cameraman. Era más o menos el año ochenta y seis. Para esa época, Diego, mi hermano, hizo su primer viaje hacia allá, tenía entonces unos quince años, y se ocupaba de tener los cables. La cuestión fue que íbamos los tres en un taxi, sentados atrás, conversando en castellano. De pronto Orestes le dice al taxista ‘No vaya por la Madison, vaya por la Quinta’, a lo que el taxista responde en un inglés muy quebrado. Mi amigo entonces le pregunta si era nuevo en el taxi y en Nueva York, y el hombre dice que sí. ‘¿De dónde es usted?’ le pregunta Orestes, a lo que el otro contesta ‘De Rusia, de Moscú’. Y el hombre, sigue la conversación, y pregunta de dónde somos nosotros. ‘De Argentina’, le decimos. ‘Ah…Argentina…Lolita Torres’. Íbamos por una de esas grandes avenidas, con tres manos de un lado y tres del otro, en un taxi amarrillo que era gigante. A mi amigo se le ocurre decirle ‘pero mire qué casualidad, acá estoy con los dos hijos de Lolita Torres’. El taxista reaccionó enloquecido, incrédulo, y se dio vuelta para mirarnos. Nosotros, desesperados, le pedíamos que mirara hacia delante porque nos íbamos a matar. De pronto, el hombre empezó ‘ah, sí, Santiago, sí, sí, Dieguito’. El tipo nos reconoció, sabía nuestros nombres. Los tres le rogábamos que mirara adelante porque nos matábamos en cualquier momento. Puso el espejito hacia nosotros mientras decía ‘Oh…no puede ser, no puede ser’. Y nos llevó al Madison Square Garden, porque ese día actuaba Michael Jackson y teníamos que filmarlo. Fuimos a los tumbos, pegando contra un coche, contra un cordón, nos hizo firmarle un autógrafo, le pidió a un tipo que le sacara fotos con nosotros y le anotó su dirección rogándole que se las mande. En fin, se volvió loco, loco, loco, No lo podía creer”.
“En La Plata, un día, con el teatro totalmente vendido, se produjo un corte de luz que dejó todo a oscuras y, por supuesto, sin sonido ni micrófono. Entonces ella salió, con unas linternas y unas lámparas de gas y le dijo al público ‘Yo sé que ustedes han venido a ver un espectáculo como debe ser, han pagado una entrada y se les va a devolver el dinero. Pero si lo desean, yo les canto igual’. Y se mandó el recital entero, de dos horas, cantando todas las canciones sin ayuda del sonido. Son esas cosas increíbles…”
“Cuando venía Tita Merello a cenar a casa era muy divertido porque Tita era muy mal hablada y a mamá eso le causaba mucha gracia. Solía decirme ‘Mirá como puede una mujer insultar o putear y no quedar mal’. Porque cuando estábamos todos en la mesa, comiendo, Tita decía cosas como ‘pero la puta madre, no sabés lo que me pasó hoy’. Y lo decía de un modo tan natural, que no le quedaba mal. Mamá se reía porque ella no las decía, pero tampoco le molestaba que Tita las dijera. ‘Mirá qué increíble, cómo habla esta mujer’ y se divertía mucho, a pesar del carácter embromado que Tita tenía. Mamá la quería mucho y la respetaba más. Y eso era mutuo. Tita vivía en Rodríguez Peña y Charcas, a tres cuadras de casa. Entonces, a veces, me tocaba acompañarla después de la comida. Y eso era de terror, porque ni bien pisábamos la Avenida Santa Fe, en cuanto la reconocían, todos querían saludarla, y ella se ponía mal y contestaba cosas como ‘¡no me hinches las pelotas eh!’ o ‘qué Tita Merello ni Tita Merello, que me dejen de joder con Tita Merello, yo me quiero ir a dormir’. Y yo, acostumbrado a mamá, que le decía que sí al portero, al vecino, a cualquiera que se le cruzara en la calle, me moría de vergüenza. Entonces después le decía a mamá ‘no quiero ir más con Tita, cuando venga llevala vos, o que la acompañe otro, porque a mí me hace pasar unos papelones terribles…’ Las dos se querían mucho. Tita era malhablada pero era humilde, esas reacciones que tenía no eran por soberbia. Seguramente eran porque ya estaba cansada de todo. La vida la había golpeado mucho, nació en un conventillo, se hizo en la calle, entonces ya estaba de vuelta de todo…”
“Lo que más le disgustaba a mamá era la soberbia y la gente egoísta. Las dos condiciones que siempre rescataba de las personas eran la humildad y la grandeza, sobre todo si esta última iba detrás de la primera. Y otra cosa que no soportaba era la caradurez, por ejemplo, esa gente que sube a un escenario, agarra un micrófono, cuando no tienen ningún talento, cuando desafinan y no salen de dos notas, repitiendo siempre el mismo estribillo. O cuando un actor o actriz dice ‘huy, se murió el gato, soy feliz, me duele el dedo’ y lo dicen todo con la misma cara. Eran cosas que mamá consideraba como una gran falta de respeto al público. No las soportaba. Ella era muy respetuosa con el público. Se tomaba su profesión con una seriedad total”.
“Cuando mamá se enojaba, no gritaba ni nada. No levantaba la voz. Se enojaba con la cara y con el silencio, cambiaba su fisonomía y te paraba con un estricto corte de diálogo. Si se enojaba con papá, o con otro, no le hablaba por un tiempo ‘y ya te dije lo que te dije y punto’. No era de repetir las cosas. No insultaba ni faltaba el respeto, ni tampoco era de levantar la mano. En toda mi vida sólo una vez me pegó, con una ramita muy finita de sauce. Fue porque estando en el campo de Pilar, cuando yo tendría entre diez y once años, mamá se levantó a eso de las ocho de la mañana y comprobó que yo no estaba. Se hicieron las nueve o diez de la noche, y Santiago no aparecía. Me hicieron buscar por la policía, los bomberos, los peones, por las cuarenta hectáreas del campo. Lo que más aterrada la tenía es que en ese momento estaban haciendo pozos de agua de unos veinte o treinta metros de profundidad. Eran tres o cuatro pozos, en distintos lugares, y ahí estaban los tipos con sogas buscándome, porque ya daban por hecho que me había caído en uno de ellos. Y yo, en un caballo a pelo, me había ido a otro campo. Hasta que después de doce horas de ausencia, aparezco como si nada hubiera pasado, cantando y silbando. De pronto me ven, ‘ahí está, ahí viene Santiago’. Entonces salió mamá, llorando, con el rostro desencajado, desfigurada, y encima yo no tuve mejor idea que hacerme el canchero, y le dije algo así como ‘bueno, no hinches más, ya volví’. Entonces arrancó una ramita de un sauce, hizo ‘chic chic’, y me pegó tres veces en la espalda. Me dolió porque esas ramitas son muy finitas. Ella, desesperada, con una angustia terrible, me dijo ‘vos me volvés loca, nunca más hagas esto, nunca más.’ Me quedaron tres marquitas que se las eché en cara hasta que se me fueron y la mortifiqué con eso todo lo que pude. A todos los que aparecían en casa les decía ‘mirá lo que me hizo mi mamá, mirá como estoy’. Y ella ‘Pero no, yo no quería… lo que pasa es que vos…’ Esa fue la única vez que me pegó”.
Papá era más bien explosivo, él era el que gritaba. Mamá, en cambio, siempre con su serenidad, siempre con el diálogo, con esa calidez tan suya. Había sido criada de una manera muy autoritaria pero tuvo la inteligencia de no repetir la fórmula con sus propios hijos. Mamá nos miraba y, ante la lógica total de su mirada y un respeto basado en el ejemplo, nadie podía contradecirla. Era muy sabia”.

De Angélica: “Me dediqué durante muchos años a la danza profesionalmente. Luego se dio la oportunidad de hacer ‘Dale Loly’ con mamá, y como sentí que me faltaban herramientas para enfrentar el desafío, me dispuse a estudiar arte escénico. Habiendo crecido en un ambiente impregnado de arte, el arte no podía estar ausente en mi vida. Pero ahora, estoy abocada a mi otra gran pasión que es la gastronomía. Estudié y me recibí de chef. El tema de la gastronomía me viene de siempre, pero no es algo que haya heredado de mamá precisamente. ¡Pobre mamá! Ella ponía buena voluntad, lo intentaba, pero era un desastre en la cocina. Para colmo, en casa estaba Esther, que era como nuestra segunda mamá y una cocinera fantástica. Entonces, nosotros, para consolarla le decíamos ‘Y bueno mamá, mirá, Esther nunca va a poder cantar, así que vos tampoco te preocupes si no cocinás bien’, y nos echábamos a reír. Solía hacer otras tareas de la casa, pero la cocina no se le daba bien”.
“Yo soy más Caccia que Torres. Los Caccia son muy impulsivos. Calentones, leche hervida. Y eso, la verdad, no sirve. A mí, por ejemplo, me descontrola la falta de respeto y la mentira. Si descubro que me mienten, estallo. Reacciono como una Caccia, no como una Torres. Mamá era mas tranquila, contaba hasta diez, hasta cien, si hacía falta. Pero cuando te contestaba era tan tajante, tan serena, todo lo decía de tan buena manera, que no había vuelta atrás. Y eso, lamentablemente, no lo heredé aunque me hubiera gustado. En cambio, lo bueno de papá es el aspecto social. Papá saluda desde el portero hasta el Presidente de la Nación de la misma manera. Tiene una comunicación con la gente que es envidiable, lo quieren, se mueren de risa con él. Eso es lo que me encanta de él. Mamá era más seria en ese aspecto. Lo que me encantaría tener de ella es su sabiduría, ese saber en qué momento hay que hablar y cómo hay que hacerlo, los tiempos que se tomaba antes de contestar, ese modo suyo que hacía que no hubiera escapatoria posible a lo que decía. Ella me dejaba pasar y pasar, pero el día que me decía ‘vení’, y acompañaba la palabra con un gesto de la mano reforzando esa palabra, yo ya sabía que la cosa venía densa y no habría manera de zafar. Eso lo admiraba mucho en mamá”.
“Tuvo una educación muy dura, excesivamente estricta. Mi abuelo era tremendo: ‘vos no te sentás así, a este no le hablás, ¿y este por qué te trata así? ¿Quién es, tu primo, tu hermano? ¿Usted, por qué le dice Lolita, es su prima, su hermana? Dígale señorita’. Yo creo que esa rigidez fue lo que la convirtió en una persona un tanto reservada, medida, observadora. Tuvo que aprender en qué momento hablar, en qué momento callar. Eso, además de su experiencia de
vida y las pérdidas tan grandes que debió sobrellevar, el afrontar la vida con todo ese dolor, seguramente moldearon su carácter”.
“El abuelo era tremendo pero yo no le daba bola. Era más mala que la peste así que, cada vez que el abuelo me retaba, para mí era como si pasara un tren. Me daba lo mismo. El solía decirle a mamá ‘si hubieras criado cinco chanchos estarías más tranquila’. Y nosotros nada, seguíamos de largo, no le hacíamos caso. El abuelo era bravísimo pero, más allá de las diferencias que podía tener con él, valoro que era hombre de reglas muy claras y que, seguramente, en cierta medida y en su momento, esas reglas ayudaron a mamá dentro del ambiente en que se movía. Lo que pasa es que, como todas las cosas, cuando las formas son llevadas a los extremos suelen tener mucho de perjudicial también. Un hombre duro, que sabía apreciar el arte. No era muy demostrativo, le gustaba tomarse un vino y desternillarse de risa en las reuniones que se armaban en casa, en la sobremesa. Lo recuerdo a mi abuelo riéndose y rompiendo un poco con esa imagen de dureza
que tenía. Cuando entre nosotros, los hermanos, se armaban esas inevitables batallas campales, el abuelo comenzaba a retarnos. Nos decía de todo ‘mocosos maleducados, mirá como son, hubieras criados chanchos’… Se enloquecía con nuestras travesuras. Y mamá, en el medio, intentando conciliar todo aquello, pero era imposible así que, al final, todo terminaba con el abuelo retirándose de la mesa. Nosotros éramos incontrolables. Sólo cuando estaba papá nos portábamos un poco mejor”.
“Cuando yo vivía en Mar del Plata, tenía una casa grande, con un jardín muy lindo. Mamá iba a visitarme siempre que podía. A ella le gustaba mucho la naturaleza y compartíamos momentos muy agradables: tomar mate, estar en el jardín, hacer asados, quedarnos hablando hasta cualquier hora de la madrugada, de cosas en las que las dos creíamos, en que hay un más allá, una vida después de la vida, ese tipo de cuestiones. A veces, coincidían con Aurorita del Mar y
con Mariana, y nos quedábamos las cuatro mujeres, hasta cualquier hora, sin apuros, conversando de todo, contando anécdotas. ‘Noche de brujas’ como decía Mariana. Eran muy divertidos esos encuentros. Mamá se desenchufaba de todo”.
“Por suerte, pude acompañarla a Rusia en 1978, con Mariana también. Poder vivir lo que era mamá allí fue una experiencia impresionante. Comprobar el amor que le profesaba esa gente fue muy conmovedor. Eso no me lo quita nadie de mis recuerdos. Lo que más me impactaba y emocionaba era el silencio que se producía cuando mamá cantaba, particularmente ciertos temas que allí se conocían masivamente, como por ejemplo ‘Coimbra Divina’. Cuando mamá cantaba esa canción, los rusos la coreaban y aquello parecía el coro del Teatro Colón, porque ellos tienen un nivel cultural tan grande que no desafina nadie. Tienen un oído muy agudizado y cuando cantan todos juntos, lo hacen de maravillas. Así que, por un lado esos silencios respetuosos en los que sólo se oía la voz de mamá, y por el otro escuchar el coro del aquel público, era muy conmovedor. La voz de mamá era impresionante, una diosa, lo llenaba todo con esa presencia suya, con esa cosa que tenía que ni siquiera necesitaba orquesta porque ella sola lo ocupaba todo. Se me ponía la piel de gallina en aquellos momentos. Igual que cuando terminaba el concierto. De eso también tengo un recuerdo especial porque, en el cierre de los recitales, los aplausos de los rusos eran impactantes. Ellos aplauden de forma distinta que nosotros, con un sonido más compacto. Se escucha algo como ‘pac pac pac’. Y escuchar eso de entre tres mil a cinco mil personas, al unísono, ponía la piel de gallina inevitablemente. Para pedir un bis golpeaban el piso, acompasando los aplausos con los pies, y todo era ‘bom bom bom’. Escuchar eso, y ver a mamá, ya con telón cerrado, llorando, era una escena muy fuerte. Guardo esas imágenes, esas sensaciones impresionantes, de modo muy especial. A ella le brillaban los ojitos cuando relataba, en la intimidad, alguna de aquellas vivencias, porque le resultaba un alimento para el alma. Fue el claro ejemplo de ‘cosecharás tu siembra’. Mamá brindó mucho, por eso también fue mucho lo que recibió”.

De Marcelo: “Todo lo que vivimos en ‘Molino Blanco’ es capítulo aparte. Me acuerdo de un día que salimos a caminar, y caminamos toda la tarde, hasta llegar a un campo de cañas de azúcar. Yo era chico y desconocía que de la caña se sacaba el azúcar. Estaba con nosotros mi tío José, y entonces él nos enseñó a partirlas y comer de ahí mientras caminábamos. Estábamos muertos de cansancio, y no nos dábamos cuenta de que nos habíamos alejado un montón, y mamá, que siempre caminaba toda derechita, con un andar enérgico, estilo militar, iba unos pasos adelante. Nosotros, que ya no dábamos más, la dejábamos que siguiera adelante para verla andar y ella no paraba nunca. Entonces le decíamos ‘No, no ¡Generala! No. La tropa se subleva. No que-re-mos-ca-mi-nar!!!’ . Y ella se reía a carcajadas. Se divertía mucho con nuestras ocurrencias”.
“A la quinta venían muchos artistas. Y todos muy importantes. Gente como Dringue Farías, José Marrone, Pepe Biondi, Malvina Pastorino, Luis Sandrini, Santiago Gómez Cou, y más. Yo era chico para dimensionar todo aquello pero igual me daba cuenta de que ‘allí pasaba algo’, algo que no le pasaba a todo el mundo. Por ejemplo, cuando iba al colegio, yo llevaba encima una energía increíble, porque había estado todo el fin de semana andando a caballo, ordeñando una vaca y tomando leche recién ordeñada. Veíamos a papá matar una gallina que después íbamos a comer, la agarraba del cogote y la revoleaba, y nosotros no queríamos ni mirar. Junto a mi tío cortábamos el pasto con el tractor. Y todas esas vivencias son muy ricas para un chico. ‘Molino Blanco’ se vendió cuando yo tenía diez años más o menos, y a partir de ahí noté un cambio en todo el núcleo familiar. Como si empezara una historia nueva, diferente. Como si algo se perdiera. Como si algo de aquel espacio en común se desintegrara. Allá compartíamos muchas cosas. Disfrutábamos. Veo nuevamente las imágenes: la tranquera, la mesa, la pileta, los vestuarios, la cancha de fútbol, jugar hasta el anochecer a la mancha, a la escondida, hacer casas en los árboles. Las hamacas, el tobogán, la calesita. Las salidas al atardecer, caminatas largas, con mis tíos, con mis primas, siempre en comunidad. Siempre había magos, músicos, siempre había con qué entretenernos. Mi viejo había construido una parrilla gigante de cemento, entonces todos los sábados había asados, y había una mesa larga, también de cemento, siempre reunidos con mucha gente. Por eso, cuando aquello se vendió estuvimos tristes un tiempo. El último día nos sacamos una foto, todos juntos, y todos estamos con una cara de traste terrible. Era la tristeza enorme de que nos íbamos de allí. Yo sentí que se cerraba una historia y comenzaba otra, y así fue. Comenzó otro ciclo, probablemente menos familiero. Un cambio de sintonía”.
“La oportunidad de viajar con mamá, acompañarla en giras, trabajar juntos en teatro y en televisión, fue maravillosa. Aquella experiencia de estar todos juntos en ‘Dale Loly’ fue muy fuerte para nosotros. Lamentablemente, más adelante, el proyecto se distorsionó, no era lo que ella quería y eso le dolió mucho. Ahí apareció la primera crisis, ahí comenzó a desmoronarse. Para colmo mantuvo la actitud que fue una constante en toda su vida ‘yo puedo, yo puedo, sigo para adelante’. Se cerró. Por eso, lo más afectado fue su interior, su columna, sus articulaciones. Entonces, tengo recuerdos muy lindos de cuando salíamos a grabar o cuando íbamos juntos a la sala de maquillaje, porque fueron todos momentos increíbles. Pero también esos recuerdos me producen sensaciones contradictorias, porque los relaciono con la tristeza en que después derivaron, con el gran golpe que significó para mamá y con que a partir de ahí nunca más fue enteramente ella. En lo físico, aparecieron los primeros problemas, ya no tenía ganas de trabajar. Y, a veces, creo también que ella tuvo su propia crisis personal por no haberse quedado en Europa, una facturación de su propio ser, una asignatura pendiente. Sus hijos ya eran grandes, cada uno con su historia, entonces se encontró a solas consigo misma. Tuvo cachetazos, golpes muy directos. O sea, por un lado, toda una cosa maravillosa, la energía que ella producía, el cariño que generaba, su arte, su talento, y por el otro, de vez en cuando, un fuerte bajón anímico. Tuvo una historia de vida muy fuerte, de mucho amor, pero también de mucho dolor”.
“Una circunstancia muy gráfica, que pinta claramente cómo estaba en ella eso de poner el cuerpo y ser el pilar de todo lo que viniera fue cuando tuvo el accidente en Tandil, en el que mamá salió despedida con Diego en brazos, sin soltarlo jamás. Voló por el aire, cayó, pero nunca soltó a su hijo. Ahí se lastimó fuerte, columna, cuello, los médicos le dijeron que si lo hubiera soltado, Diego se moría. En esas situaciones es donde le aparecía esa cosa de ‘yo puedo sostenerlo todo’. Aun a costa de ella misma”.
“Lo que no me gustaba de mamá era cuando se aislaba. Cuando tomaba una postura de ‘bueno, ya vas a entender, ahora no te puedo hablar’. Eso era muy desagradable para mí porque como era muy compinche suyo, yo me preguntaba ‘¿cómo que no me vas a hablar? ¿y por qué no vas a hablarme?’. ‘Son cosas mías’, me decía. Esa conducta fue algo que la destruyó. Esa cosa de no decir qué le pasaba, de no abrirse, eso de ubicarse siempre en un lugar donde era ella quien tenía que contener a los demás y nunca ser contenida, creer y hacer creer que no lo necesitaba. Y ese es un lugar en el que nadie puede colocarse porque todos necesitamos contención en determinadas situaciones, expresar lo que sentimos, llorar si hay que llorar, callar cuando hay que callar, pero decirlo todo cuando hay que decirlo todo. Ponerse en un lugar donde uno no se suelta, donde no se tiene un amigo, porque hubo una época en que mi mamá no tenía amigas, dejó de ir a los tés, casi no hablaba… A veces yo le decía alguna cosa e inmediatamente me daba cuenta de que ese era un territorio donde no debía entrar. Sin embargo, como ella me había dado un cierto espacio por el que podía moverme, utilizaba esa licencia y se lo planteaba. Por ejemplo, si la veía dos o tres días tirada en la cama, iba y se lo decía. Yo entraba y ella me observaba ‘dejaste el cuarto desordenado’. ‘Sí, yo dejé el cuarto desordenado y vos hace tres días que estás tirada en la cama. Yo, lo único que tengo que hacer es ordenar. Vos, lo único que tenés que hacer es levantarte’, y le daba un beso. Hablábamos un poco, pero hasta un límite. No era fácil avanzar o que ella rompiera el muro. Eso era lo que no me gustaba de mamá, que se aislara, que se pusiera en ese lugar de ‘yo soy mamá y sólo hablo hasta acá’. Cerrarse así, a la larga, le jugó en contra. A veces pienso que fue de esa manera porque creció muy sola, porque creció al lado de su padre, muy pegada a él, y él fue demasiado rígido. Perdió a su madre. Triunfó de muy nena, eso la hizo crecer más rápido. A los catorce, parecía de veinte, tenía otra madurez. Hizo cine, viajó, ¿cuánto tiempo tuvo para tener amigas compinches? Mucha soledad, mucha soledad. A lo mejor por eso se retraía tanto”.
“Mamá siempre estaba muy atenta a que la casa funcionara como tiene que funcionar, que todo marchara correctamente, que las camas estén hechas y los cuartos ordenados, la ropa en condiciones, la comida a determinada hora y la mesa puesta. Sobre todo, que la mesa convoque. En eso mamá estaba muy atenta y no se le escapaba detalle. Y yo lo tengo hoy muy presente con mi hija, leer cuentos y jugar, son cosas que le debo a mi vieja. Con el viejo también jugábamos, pero otro tipo de juego, era más bien juego físico. De eso también tuve mucho con él”.
“Una cosa que compartía con la vieja era lo relacionado al mar, a los barcos, al mundo de los piratas y bucaneros. Nos enganchábamos con esas historias. Una vez, en Pilar, vimos una película con Errol Flynn, el héroe de mamá, y a partir de ahí se desencadenó una aventura fenomenal. La vieja comenzó a hablar de los mosqueteros. Ella siempre decía que quería ser pirata o mosquetera, porque la historia de esos personajes le encantaba. Y ‘nos comió tanto el coco’, tanto nos incitó a disfrazarnos, que nos convenció y fuimos todos a inventarnos trajes. Ese día estábamos invitados a comer un asado en casa de un amigo de papá, en el pueblo. ‘Vamos a disfrazarnos’ decía mamá, y todos nos convencimos de hacerlo. Era un asado casi de familia, y toda la familia Caccia Torres apareció ahí, disfrazada: mamá de espadachín, papá de cantante cubana, con un lunar en la cara, Santiago de árabe, yo de senador romano, en fin, todos disfrazados… Cuando nos vieron llegar, familiares y amigos, se reían como locos, pero lo llamativo fue cuando preguntaban ‘¿cómo llegaron a convencerse de que tenían que disfrazarse todos para venir a un asado normal?’. Y no podían creer que fue de darnos manija nomás. De tanto engancharnos con esas historias. Nos metimos en un operativo tremendo, buscando ropa y viendo por qué disfraz optaba cada uno, hasta papá eligiendo un camisón para vestirse de mujer. Después, íbamos en el auto por Pilar, con las luces prendidas, y la gente nos miraba y no entendía nada. Llegamos al asado y todo fue pura diversión. Es que a mamá le encantaba reírse. Si enganchaba la frecuencia era muy divertida, se abría rápidamente. Era todo un personaje. En casa había mucho humor”.

De Mariana: “Era una mamá muy presente, muy ‘de estar’, a pesar de tener una profesión que le llevaba tanto tiempo y con tanta exposición, la recuerdo siempre cerca de mí. Para todo lo que necesité estuvo. Pude hablar de todos los temas con ella. Cuando fui adolescente agarré a una mamá curtida porque mis hermanos ya me habían allanado el camino. Cuando los mayores se fueron, mamá se pegó mucho a Diego y a mí, y hablábamos de todo. Por mi parte, yo también fui muy sincera y muy de plantear cosas que mi hermana no se atrevió a plantear en su momento. No sé si alguna cosa no le gustó pero se la aguantó. Por ejemplo cuando le dije ‘voy a cambiar de ginecólogo porque quiero aprender a cuidarme’. Recuerdo su cara, se quedó como shockeada, pero se la comió. Pude hablar de todos los temas con mamá porque ella avanzó. Creció con sus hijos. Papá en cambio era más machista, más duro, pero a mí me fue mejor que a mi hermana mayor”.
“Una vez me había invitado a salir un músico de mamá. Yo tenía unos diecisiete años, él cerca de cuarenta y era separado. Mamá me decía ‘ay, nena que no se entere tu padre porque nos mata a las dos, por favor vení temprano’ Y esa vez fue re-compinche, no le dijo nada a papá. Fui a un bar en San Telmo, a tomar algo con él, y volví temprano. La vieja me estaba esperando… Todas esas cosas las pude compartir con ella”.
“Yo creo que le hubiera gustado mucho, y estaba muy embalada con la idea, hacer un compacto con producción de Diego, algo que ambos planeaban. Diego le decía ‘mamá, andá eligiendo temas porque voy a producirte un cd’ y ella se había entusiasmado con el proyecto. Además, en aquel momento estaba plena de la voz, pero enseguida se enfermó y ya no pudo. Creo que eso le quedó como asignatura pendiente”.
“Por tener una vida tan pública desde siempre, le gustaba mucho estar tranquila en casa. Le gustaba tener a mano su mate, su música, un libro. Se quedaba hasta muy tarde leyendo y podía leerse un libro en una noche. Era una solitaria, pero solitaria bien, no mal, porque tenía un inmenso mundo interior”.
“Lo que más le admiré fue su carácter positivo, su lucha, su constancia, su gran capacidad de amar, de dejar de lado cosas personales por el bien de sus hijos y de su marido. Lo que le criticaría es que era poco afectuosa, poco demostrativa. Papá era más cariñoso. Como yo soy muy demostrativa, muy besucona, quizás me hubiera gustado tener más de eso. Ella tenía momentos. Pero al fin, es nada, una cosa mínima frente a todo lo demás. Siempre luchó por una familia unida y, a lo mejor, debió ponerse límites, pensar más en ella, haberse permitido cambiar algunas cosas. Pero para ella, primero estaba todo el clan familiar. Eso habla de su gran generosidad”.
“Para mamá lo más importante era que los hermanos nos mantuviéramos unidos. Nos inculcaba que aunque tuviéramos nuestras peleas o desencuentros, no nos separáramos jamás, Yo siempre trato de hacer cosas en ese sentido y mantener la unión aún con nuestras diferencias, que las tenemos, tratar de tolerarnos y estar juntos. La vida es difícil y cada uno tenemos nuestras cosas, por eso también hay que saber manejar nuestra pareja. Es decir, los hermanos somos cinco, no diez. Cuando me casé le dije a mi marido que yo respetaría a los suyos y él debía respetar a los míos y no entrometerse en nuestras cuestiones. La pareja es la pareja, los hermanos son los hermanos. Hay que saber separar. Si una pareja se mete, debe ser para sumar, no para restar, de lo contrario se producen distanciamientos en la familia que no conducen a nada bueno. Esa era la consigna de mamá. Y yo lo tengo muy presente”.
“Mi mamá fue un ejemplo en todo. Como persona y como profesional. Yo estoy muy orgullosa de poder decir que mi mamá es Lolita Torres. Estoy muy orgullosa de poder decir que mi mamá es Beatriz Mariana Torres de Caccia”.

De Diego: “Nosotros hacíamos líos en patota. Mamá siempre recibía regalos y era común que le regalaran bombones, que ella escondía para sacarlos luego cuando estuviéramos todos juntos. Entonces nosotros los buscábamos, nos lo comíamos y le dejábamos una cartita que decía “Los cinco grandes del buen humor”. Cuando la encontraba venía con la caja vacía y la cartita, y se moría de la risa”.
“En casa había un equipo muy sólido, muy bien armado, necesario para que mamá pudiera criar sus cinco hijos, más allá de que mamá nunca dejó de estar. El ejemplo más claro de que un artista puede compatibilizar ambas facetas, ser artista y además criar sus hijos, yo lo encontré en mi propia casa. Mi mamá hizo películas, giras, tuvo hijos, y siempre ha estado, igual que mi viejo. Era una mujer muy perceptiva, de pocas palabras, con una mirada profunda. Te miraba y te percibía ‘¿estás bien, te pasó algo?’ Incluso siendo ya grandes, nos llamaba por teléfono cuando intuía que pasaba algo. Tenía un sexto sentido. Siempre lo tuvo con nosotros. Y yo creo que los cinco hermanos, en algún punto, hemos heredado eso porque estamos siempre muy pendientes del otro. Podemos estar distanciados, pero siempre estamos pendientes. Es un amor tan fuerte que no se pierde. Por eso, cuando hay amor, son tan fuertes los disgustos y las diferencias”.
“Mi casa siempre fue un ámbito placentero, siempre llena de amigos y amigas, novios y novias, siempre con mucha gente. Era una casa entretenida, divertida, mis hermanos tienen mucho sentido del humor, son gente agradable, entonces nuestros amigos siempre querían venir, lo pasaban bien, y todo aquello era muy lindo”.
“Mi adolescencia transcurrió en una etapa muy particular de ellos, como padres y como pareja. Mis dos hermanos mayores se habían ido fuera del país y Angélica se había casado. Quedamos Mariana y yo solos. Para mis viejos, aquel vacío, fue un cimbronazo duro de aguantar, porque el desprendimiento de los hijos que se van, no sólo de casa sino del país, implican una nostalgia muy honda para los padres, y esto era algo que mi hermana y yo vivíamos a diario. Ver a la vieja llorar por los rincones, extrañando, asumiendo esa parte de la vida, no era fácil, Por eso con mi hermana Mariana nos unimos mucho, nos cuidábamos el uno con el otro e hicimos una linda relación. Me acuerdo de una ocasión en la que estábamos en un teatro, escuchando a mamá cantar “Canción de las simples cosas”, y Mariana y yo llorábamos en el palco porque los dos sabíamos que esa canción aludía en su letra a esos hijos que se habían ido y a las simples cosas y a que uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida…Entonces había una carga emocional tremenda. Nosotros dos, desde nuestro lugar de hijos, vivimos esa etapa de nuestros padres que fue muy intensa, como lo es para todos los padres que hacen esa evolución”.
“Tenía un mundo interior muy desarrollado. Le gustaba relacionarse con personas que la trataran bien y que lo hicieran por ser Betty y no por ser Lolita Torres. Ese era el lugar donde ella se sentía cómoda. Hoy me siento muy identificado con eso, porque en ese aspecto soy muy parecido a mamá. Si bien uno convive con esta profesión, y trata de ser uno mismo, me resulta importante relacionarme con aquellos que quieren a Diego persona y no a Diego el que canta. Igual que mamá. Yo también soy así, necesito un poco de soledad, estar tranquilo en mi casa, tocar la guitarra y componer, quedarme leyendo un libro o simplemente viendo una película. Necesito ese espacio donde ser el hombre y no el artista”.
“Cuando en casa estaban pintando me preguntaron de que color quería mi habitación. Verde inglés, les dije, porque tenía madera y ese color le quedaba bien. Mamá decía que después que la hizo pintar de ese color, me fui de casa. Pero, ojo, tardé un año en irme. Le anuncié ‘me voy a ir el año que viene’. Es que en casa estaba muy cómodo. Me despertaban con el desayuno en la cama, jugo de naranja, la ropa planchadita, la comida calentita, o sea que estar en casa era un placer, por eso irme me llevó un tiempo. De todos modos, era muy joven cuando lo hice, tenía entre dieciocho y diecinueve años, y mis padres me apoyaron como siempre. Se me dieron las cosas de una manera tan rápida que ni siquiera me daba cuenta. Ellos me vieron que estaba muy enfocado en mi trabajo dándole para adelante y me acompañaron en toda esa etapa”.
“En lo artístico, mamá tuvo una evolución muy grande. En lo personal, me gustaba más su voz de grande que de jovencita porque era más grave. Tenía una voz perfecta y podía cantar un repertorio muy amplio. Lógicamente me gustaba más en unas canciones que en otras. Hubo una etapa de mucho crecimiento, con grandes canciones del repertorio internacional, en la que además ella estaba con una gran solidez como mujer y como intérprete, y todo eso se reflejaba en su voz que era tremenda. La bronca es que se me haya enfermado ahí. No haber podido disfrutar de ella y de esa etapa si hubiera estado bien de salud un tiempo más. Esas son las cosas que a uno le quedan dando vueltas en el corazón”.
“Las decepciones por algún lado repercuten, y ahora lo vivo en carne propia por más fuerte que uno sea. Yo aprendí de mis padres, de cómo se desenvolvieron, qué errores cometieron para no cometerlos, sobre todo cuando éstos te cuestan un problema de salud que, en el caso de la vieja, fue una enfermedad que le comió los huesos. Las angustias le fueron por ahí. Mamá era una persona muy fuerte, que se sobrepuso a golpes duros y eso ha sido una enseñanza para nosotros. Un espíritu de lucha constante, A lo mejor, claro, como era una generación distinta y eran otros tiempos le costaba mucho más hablar y exteriorizar un montón de cosas que le pasaban por dentro. Eran otros tiempos. Su alegría y su luz, que era su mamá, se murió muy joven, y ella sintió que su carrera quedaba endeble. Entonces se le plantó al padre, y le dijo ‘yo soy artista y quiero seguir siendo artista ¿me acompañás en ésta?’. Y él la vio tan decidida que aceptó el reto y cuidó a su hija como un tesoro y la acompañó en todo. Pero el abuelo era muy rígido. Los tiempos van cambiando y el ser humano se va amoldando a esos cambios, aunque yo me siento muy identificado con esas cosas. A veces mis hermanas me dicen que soy medio guardabosques. Soy muy clásico y conservador en algunas cosas, y eso tiene que ver con la educación que recibí por parte de mis padres. Para mí hay cosas que no pasan de moda ni pasarán jamás, son inalterables y están en el manual. El manual puede cambiar el modelo, puede cambiar una estrellita, un dibujito, pero siempre es el mismo manual. Creo que eso ha sido una enseñanza tan fuerte para los cinco hermanos que, aun equivocándonos, siempre nos mantenemos unidos. Sabiendo adónde vamos, cada uno por su propio camino, pero unidos. Eso nos lo dejaron nuestros padres”.
“No te daba las cosas servidas, te las daba para pensar. Muy observadora. Decía las palabras justas. Cuando decía una frase, me quedaba pensando ¿qué me quiso decir con esa frasecita? Porque seguro que siempre, detrás de esas palabras, había algo más”.
“Tenía una gran facilidad para tirarte coordenadas precisas con un modo simple de entender. Y eso es lo que extraño mucho de mamá: su sapiencia, su paciencia”.
“Mamá era una persona muy especial. Con una combinación excelente entre todo el vuelo que debe tener una artista y la virtud enorme de saber mantener los pies en la tierra
”.

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